El país de nunca jamás

Escuché en un programa de televisión que España se ha convertido en el país de nunca jamás de Peter Pan. El país en el que nunca jamás se volverá a tener un trabajo –al menos, en condiciones dignas-, el país en el que nunca más se volverá a comprar una vivienda, el país en el que nunca más se hablará de progreso económico, el País de Nunca Jamás. Este sketch cómico deja de serlo cuando la realidad supera a la ficción, una ficción que nos llega en forma de bombas cluster para invadir nuestra mente de nimiedades que se alejan de la realidad.



Pongamos por caso que en Jaén no estuviésemos borrachos de las burbujas de oro del dichoso tranvía, omnipresente y que todo lo puede; que no sufriéramos la resaca nocturna de un día plagado de atascos, que no amaneciéramos con la pataleta de turno del Real Jaén, que no nos vendáramos los ojos con el utópico salvavidas que ofrece el mar de olivos tan característico de esta tierra y, cómo no, que no nos perdiésemos en el eterno slogan de la tierra jiennense: aquella que pudo ser y que nunca fue, la de las eternas promesas incumplidas. Pongamos que hablo de Jaén, como diría Sabina –salvando las diferencias-.

Desnuda de todo aderezo, Jaén es una provincia más de las tantas del país de nunca jamás que se despierta con la desesperación de estar sumergida en una crisis a la que nadie da soluciones y a la que nadie se atreve a plantar cara. La de unos empresarios ahogados y unos trabajadores con pánico a caer en el vacío. La provincia de la desidia, la melancolía, la resignación, la desilusión y la tristeza, la tristeza de vivir en el País de Nunca Jamás.

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